Hace años, cuando el Tao-Te-Ching era poco menos que el libro de cabecera de muchos de nosotros, nos sabíamos de memoria citas y más citas del librito –grande en su pequeñez- y confieso que ahora he tenido que rebuscar para colocar la frase de la entradilla. Apenas vistas las obras que María Bofill iba a mostrar en esta exposición fue lo primero que se me vino a la cabeza y tan solo podía recordarla en su versión más reducida: “Ejecuta lo grande comenzando desde lo más pequeño».
Eso, precisamente es lo que me sugería la contemplación de aquellas diminutas piezas que, sin embargo, representaban edificios, tierras de cultivo, jardines, cerros, montañas, olas, el mar, las nubes, el cielo… todos son temas presentes en las porcelanas de María Bofill. Quien lea los títulos de sus trabajos y no esté familiarizado con la obra de esta singular ceramista pensará, automática y erróneamente, en grandes piezas que habrán precisado de descomunales formatos para tratar de reflejar aquello a lo que dan cuerpo.
Leer más...Y cuando se dice mínimo es porque lo es en todas las acepciones del término: es mínima por pequeña; es mínima por haber sido despojada de todo aquello que resulta prescindible para expresarse; es mínima porque de todo lo representable tan solo recoge lo
esencial y es mínima porque incluso lo es en su elaboración y en su cromatismo. Por el contrario, es grande en contenidos, en ideas, en conceptos, en orden y en énfasis.
Y cuando lo esencial y lo ideal se juntan, como sucede en las pequeñas piezas de María Bofill, no exageraríamos nada si decimos que de ello resulta una explosión visual que, de nuevo los opuestos, va a afectar más a nuestro espíritu que a nuestros ojos. Las obras describen, las más de las veces, amplios paisajes o monumentales construcciones, pero en ocasiones se empequeñecen sin dejar de serlo para transmitirnos un concepto que nos obliga a acomodar la mirada para encontrarlos dentro de lo que es una idea poética.
Eso sucede cuando a la artista se le ocurre encerrar un manantial, cercar el mar, hacer que un pez cruce una nube o tender escalas para que las nubes se acerquen al suelo. La mirada, que siempre ha de ser sosegada y profunda, se hace entonces cómplice de ese proceso de epítomes que nos plantea la artista intentando llegar a esa propuesta tan rigurosa como entrañablemente lírica, tan austera como profundamente brillante.
Y todo viene de lejos, desde que hace más de treinta años emprendiese ese “combate y complicidad” con la porcelana, el material del que se vale y al que sabe extraer su energía; en numerosas ocasiones sin otro artificio que el de la natural iridiscencia de la pasta y en otras con la aportación de un cromatismo esencial de azules, negros y oros en una innegable evocación de su siempre presente mediterraneidad. Y
si bien el Mediterráneo es su raíz, su cuna y su eje vital, no debemos dejar de lado una formación que pasa por la búsqueda de lo cualitativo propia de su paso, tanto de alumna como de profesora, por el mundo sajón y aquella otra que le acercó a la introspección y a la pulcritud en su deambular por el Oriente.
María Bofill, antes lo hemos dicho, es una artista que puede parecer paradójica pero no en el sentido de ser lo incoherente o contradictoria; se vale de la paradoja para reafirmar su idea de que lo pequeño, lo aparentemente nimio e intranscendente, puede llegar a alcanzar valores cercanos a lo sublime, algo ciertamente dificultoso para cualquier mortal. Quizá lo consiga, tal como alguien escribió en un texto, porque a veces se nos “presenta como una sacerdotisa invocadora del pasado y creadora de laberintos y espacios intimistas o melancólicos”, pero acaso sea más correcto, a mí me lo parece, concederle la categoría de alquimista, lo que eran aquellos personajes que intentaban obtener, entre otras cosas, lo más valioso, el oro, a partir de elementos pobres.
Pues algo así consigue María con sus piezas, una maravillosa transformación, la de elevar un trozo de tierra a la categoría de obra de arte, la de convertir materia en espíritu. Y vista la obra nos resta volver la mirada a la artista, a la persona que es capaz de obrar prodigios. Desde tiempo atrás -y desconozco el real motivo de mi parecer María Bofill me parecía una artista tan distinta como distante. Cierto que siempre faltó el contacto directo, algo que resulta primordial en el conocimiento de las personas, pero si bien apreciaba y sentía sus realizaciones, como aquel espléndido Laberint que desde 1996 atesora la recóndita colección del Museo de Cerámica de Avilés, algo me separaba de ella. No sabría encontrar el porqué, pero al igual que con sus creaciones bastó una aproximación para refrendarle la categoría de distinta y cambiarle la de distante por otra más acertada: entrañable.
Aquella mujer que se dejaba cautivar por los bosquecillos de las cercanías de Avilés, que se impresionaba ante la contemplación de un mar tan distinto del suyo desde el elevado tajamar del Cabo Peñas o que se sentía hechizada por un rayo de sol que se abría paso entre los nubarrones de un horizonte cantábrico infinito no podía ser, de ninguna forma, distante. A partir de ahí supimos profundizar, más si cabe, en todas y cada una de sus pequeñas piezas –los resquebrajados Pirineos, el jardín negro del ciprés dorado, las lavas con las que hace emerger un insólito color rojo, los cerros que surgen de las ondulantes aguas de un lago- hasta conseguir hacernos llegar, por las intrincadas sendas de sus laberintos, a esa grandiosidad perseguida por todo artista y, como Lao Tse, reconocer lo bello como lo bello.
Ramón Rodríguez